Zapatero a tus zapatos
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En su más reciente película, Adam Sandler interpreta al encargado de una remontadora de calzado que puede transformarse mágicamente en sus clientes. *1/2
Las películas de McCarthy tienden a ser esquemáticas emocionalmente pero se redimen con actuaciones memorables, cuidadosas y matizadas, que les dan vida, haciéndolas creíbles y conmovedoras.
Esta película parte de un refrán sensato: “Para conocer verdaderamente a un hombre, tienes que ponerte en sus zapatos”, aunque lo explora de forma absoluta y torpemente literal, dejando las implicaciones más amplias del dicho inexploradas.
Aquí, zapatos son zapatos. Y el que los lleva es Max (Sandler), quien tras la desaparición de su padre ha quedado a cargo de una remontadora de calzado al sur de Manhattan. Allí, gracias a una máquina mágica, descubre que al ponerse los zapatos de un cliente se puede convertir físicamente en él.
En este mundo de fantasía, caminar en zapatos ajenos no es un ejercicio de empatía o de entendimiento de otros modos de pensar. Se trata, apenas, de una transformación superficial, un cambio de carrocería y pintura que no toca nada más. Los zapatos ajenos no vienen con olores desagradables ni con historias personales ni con conocimientos insospechados o recuerdos de otras vidas. Lo único que implica caminar en los zapatos del otro es andar por ahí con otra cara y otro cuerpo.
La preocupación habitual de las películas de McCarthy sobre solitarios que florecen al encontrar una comunidad que los acoge resulta traicionada por completo. La transformación física, el ‘andar en los zapatos de otro’, no implica un encuentro con nadie más; estamos ante un abismo de soledad narcisista que ni siquiera logra darse cuenta de su carácter infernal. Es como si la película no se diera cuenta de que, además de nuestros rostros y nuestros cuerpos, somos nuestra sensibilidad, nuestras historias y pensamientos.
Zapatero a tus zapatos deja al mínimo la patanería habitual de las películas de Sandler, pero el resultado tiene un tono extraño, al mismo tiempo inocentón y ofensivo. Ya que ponerse zapatos ajenos no implica un cambio sustancial o un aprendizaje, las transformaciones de este adulto aniñado solo encarnan estereotipos ofensivos: se vuelve un afroamericano grandulón para robar, un inglés buen mozo para morbosearle la novia modelo, un viejo barbudo para pasar desapercibido.
Lo complementa una trama secundaria sobre la gentrificación de Nueva York que no tiene mucho sentido porque Max solo parece capaz de interesarse en sí mismo